La poesía de Atila Karlovich : Entre el
exilio y la añoranza
Leer la poesía de Atila Karlovich es
adentrarse en un mundo simbólico donde confluyen la mitología clásica, la
tradición judeo-cristiana y la cosmogonía ancestral de la América Hispana.
Sus imágenes se caracterizan por presentar grandes contrastes. Recalca la presencia
de la miseria humana que nos desafía, se apropia de nosotros y destruye a
dentelladas muchas de las expectativas que solemos tener. Nos enfrenta a la
realidad y nos recuerda que el dolor de vivir nos mantiene en constante incertidumbre.
Mira su entorno con ojos críticos,
escrutadores y reflexivos para cuestionar toda la brutalidad existente en el universo que cotidianamente transitamos. Por eso, se identifica como un ser humano en una constante diáspora. Recalca que estamos frente una vida que no podemos
entender y que casi nunca se acerca a la justicia. Afirma: “veo el mundo al revés,/ como san
pedro desde la cruz,/ como las gotas de lluvia. Y luego agrega: “sueño el mundo al revés/ como los
puercos que cuelgan / de los ganchos del matadero/ como el ahorcado en su
naipe.” Ese observar la existencia como un condenado eterno lo hermana con
aquellos que se rebelan contra una sociedad que carece de la bondad necesaria para
ofrecernos una existencia armónica. La verdad nos resulta esquiva llevándonos a
la incomprensión y a la soledad. Por eso concluye: “nos sangran los pies/ de tanto
inútil/ caminar los reveses del mundo.” Es bien sabido que no hay esperanza
para nadie.
La desolación de este mundo se
filtra por todos los resquicios del alma. Se impone como un infierno que sustituye aquellas
idealizaciones que tenemos en la vida: “entra, amigo, que/no hay un alma/ en las sábanas deshechas/ anidan/lagartijas
doradas,/hay vasos rotos,/botellas vacías/preñadas de los dactilares de dios,/
hay desparramo de plumas,/cucarachas que corren desoladas,/ loza sucia que se
amontona en los fregaderos./la melodía de un ruiseñor/ insospechado/enjaula la
brisa del tiempo,/ entreteje el agrio olor de la eternidad.” Y finaliza
diciendo: “huye, amigo,
si puedes,/huye, si es que encuentras la puerta.” Un camino que no resulta fácil y,
que generalmente, está más cercano a la frustración y al fracaso que al éxito.
En su poesía se encuentra la
presencia de su natal Colombia. Pero no esa que evoca el aroma del café, la
imponencia de la cordillera de los Andes, las murallas de Cartagena, los
exóticos sabores de las frutas tropicales, las aves de plumajes coloridos, el vuelo desafiante del cóndor o los viajes legendarios por el río
Magdalena. Va mucho más allá. Escudriña los rincones de la oscuridad de la
noche, de los burdeles pobres del centro de Bogotá y de las mujeres que venden su cuerpo por algo de comida:
“una mujer/ que atesora
/sus lucros de prostituta/los despojos de sus/amantes masacrados/en las
madrigueras y los cambuches/de estos cerros/que son persistencia,/ silueta
ineludible,/altísima bitácora/sagrario quebrantado./una mujer que
aguarda,/entregada,/crepúsculos sulfurosos,/el fuego inexorable,/las lluvias de
sangre/que caerán.” Sus palabras son la visión de una injusticia que no cesa y que, por el contrario, se
incrementa a cada instante. Por eso insiste en unos versos que reflejen un llanto
quedo: “en los cafetines
del centro/los ojos vidriosos, los ojos sin eje de borrachos/apenas contienen
el rencor de los siglos.” Sintetiza esta amarga verdad en estas
expresiones: “como
ruanas sombrías/de cuchilleros caídos en su ley./ mientras la noche/se pierde
en el croar de las ranas,/en los cafetines del centro/sobran mujeres
colombianas/ que aguardan el amanecer”. Se estremece el lector y queda el sabor
triste de una derrota anunciada y que
permanecerá dando vueltas en el ambiente, por toda la eternidad.
Cuando Karlovich habla del río Magdalena
no se refiere únicamente al largo recorrido que hace atravesando el
país de sur a norte, sino que nos confronta con las dolorosas consecuencias de
las inundaciones que se suceden, como si se tratara de una maldición, año tras año,
cuando llega el invierno y parece que a nuestra nación llegaran los ángeles de
muerte. El río insignia aparece como testigo de excepción de un país indómito, donde la negligencia
gubernamental es la gran responsable de una tragedia cíclica que no acaba :“no ha dejado de llover./ el río
apurado/empuja tarulla y ramaje,/arrastra/terneros, cristianos, alacranes./ …/
la muerte/en su atavío de agua/la llama desde el río./ella sabe que no es
quién/para rechazar el traje de novia/que le ofrece / la sesgada cadencia de la
lluvia tropical.” Las imágenes descritas no se alejan de nuestras
pupilas. Los colombianos nos sentimos como parias transitando sin norte y sin
esperanza, como si en nuestro país el Diluvio Universal no hubiera cesado y estuviéramos
destinados a la fatalidad.
Por otro lado, la grandiosidad de la
Sabana de Bogotá aparece con toda su fuerza en las siguientes palabras: “la sabana es/verde jauja y verde
labranza/oscuro verde del monte antiguo,/ verde ruana de los brumosos
amaneceres, verde mustio de las congojas de uno./¡tierra bendita! de quiches,
cucarrones y mandrágoras…es mi sangre peregrina/que se aferra atolondrada/con
ocelos, garras y látigos/ a esta tierra negra…” Una sensación que expande el alma
frente a la imponencia de los montes de los Andes. La nostalgia permanece a su
lado y se queda flotando en el aire. Sus
versos no son los de alguien que se siente exiliado, sino lo de un ser humano que
tiene un sentido de pertenencia muy arraigado. Esa añoranza se mezcla, de manera casi mágica, con el olor de
las flores y los frutos colombianos: “cometas de agosto/inconsútiles mariposas entre luces,/lirios
que deliran chamuscados/ bajo el
flagrante cielo bogotano.” El lector siente que se encuentra frente a
una oración a la madre-tierra donde tienen
lugar los rituales más antiguos, esos que nos legaron los ancestros de los
primeros muiscas y chibchas.
Una y otra vez se plantea la idea de
la naturaleza como un espacio casi infinito que contrasta con los oscuros
sitios de las ciudades. Pero la suya no es una lírica bucólica, pero si una que
se asombra y se adentra en los rincones más hondos de su sensibilidad. Algo similar
sucede cuando hace sus remembranzas de la
vida en el sur del continente. En su mente de rapsoda se entrecruzan una serie
de imágenes que sólo es posible apreciar en los montes andinos. Limitar la descripción resulta un tanto inadecuado, a
riesgo de mentir en esa aproximación: “no es fácil decir la cordillera./hay que acercársele como
quien no quiere la cosa,/remedar los galgos muertos de hambre/que acechan la
aparición de la luna,/sentir hundirse las piernas/en ese aire sin urdimbre/de
puna al mediodía,/sobreexpuesta y vibrante,/tragar desaforado una noche de
tantas estrellas/que no hay lugar para el cielo, compartir el frío aterrado/
con guanacos recién paridos/escuchar el vagido de los glaciares,/de berridos de
tungsteno cautivo.” Todo aparece como si se tratara del instante mismo de
la creación del mundo y como si Dios
hubiese puesto en un solo sitio todos los elementos de su obra magna. Hay
misterio y alabanza que se funden para sobrecogernos y acercarnos a una oración íntima, donde el
ser humano comprende lo finita que es su
existencia.
Su poesía transita por los caminos
que recorren los exiliados. Busca explicar
la naturaleza de sus emociones, para que, finalmente comprendamos que ese consuelo es imposible de alcanzar:“¿es que la noche no me ha echado encima tantas veces,
/palada sobre palada,/esta tierra ajena,/que me arrope de los fríos que se
incrustan como garrapatas en mi espalda?/¿es que la noche no me ha cubierto con
su manto de muerte,/tan negro y tan cálido como la vulva vaheante de la
inefable pasífae, materna vagina certeramente pisada en su vaca de bronce,/ madre
horadada por las innúmeras espadas de la zoología.”
Incomprensión, barbarie y abandono son las verdades que acompañan nuestro
eterno deambular solitario. Afirma que: “somos lo peor por dos, dos de lo estupefacto,/ lo más
seguro de perder la partida dos veces,/somos panteón de tahúres, patria de ilusos,
perdición de eternos efebos,/ destinos finales de princesas destrozadas,/
depositarios terminales, filtros potabilizadores,/del oro negro de los establos
de augías.” Su voz nos recuerda que se trata de: “este mi desgarro, su tristeza
abismal” No hay lugar para el descanso.
Sólo se afinca la violencia acompañada de los malolientes residuos expulsados
por los seres putrefactos que rodean la cotidianidad. La melancolía se apropia
del espíritu y saca, sin pudor, sus uñas
afiladas.
El alma enamorada del poeta conduce al
lector a través de una serie de imágenes que dejan un sabor agridulce. Habla de
la realidad en la que habitan dos seres
humanos que se comunican más allá de las palabras. Por eso, casi sin
proponérselo, aparece la soledad, como testigo de ese sentimiento de abandono
incontrolado cuando no se está frente a la mujer amada. Afirma: “la urdimbre: ausencia del
andariego/décadas de desvelo./ profusa señal de cenizas.” Su voz se convierte en el hilo conductor que nos lleva hasta una pesada
carga, donde los contarios se unen: “el amor es castigo,/ camino negro/y jubilo recortado.” Y agrega:
“es rizoma/ que subyace
y acompaña/terco el vivir/duda advenediza/de la que aflora cada tanto/una
certeza/que arde pasajera,/que prolonga miedos ancestrales,/ que arrastra/n los
ramales de su débil tejido/sangres que flamean mestizas,/conjeturas
fantásticas/que engendran nuevos temores,/extrañezas nunca sospechadas.” La
presencia de una Penélope fiel y paciente se cuela en sus versos y se
transforma en una filigrana de emociones
que se van adhiriendo a la piel y que
causa una incertidumbre prolongada en el tiempo y la distancia…
Retoma la presencia de la mujer
amada para convertirla en una especie de
ángel capaz de conducirlo hacia el infinito. Un ser de luz que es Alfa y Omega: “tú eras la siembra,/la puerta/ y el ángel del
castigo./en ti cabían y a ti llegaban/ los caminos polvorientos del edén, el extravío de los pájaros,/ las trochas al exilio. Tú eras
las voces que penetraban al rellano,/ Y prosigue: “a ti te amé/ y te amé loco/ celoso
e inerme,/como quien ataja la estampida de un tesoro. / No es fácil dar contigo
ni en los campos precoces/ ni en las ciudades alucinadas./alguna vez hallé,/
obstinado,/ ojos tornasolados como los tuyos
en picadilly circus,/ojos negros como los tuyos en la jiménez con
trece,/ojos garzos como los tuyos en una plaza de toros cualquiera,/ la mitad
de tu sonrisa en el barroco de tu
catedral de crucigramas,/ las mudanzas del corazón/ mientras el viento y las
sirenas aullaban/ por las calles del barrio de constitución” Cada una de las estancias de la vida pasan por estas evocaciones oníricas, por
lo cual, la imaginación y las emociones del poeta se entrecruzan en diversos planos. Sueños y realidad que
conforman todo el universo de quien canta. Tanto así que afirma: “eras más que mi vida”.
En su peregrinar como amante; sus palabras buscan transformarla, más que en musa
beatífica en un ser sobrenatural, capaz de adentrarse en misterios únicamente revelados
a las criaturas celestiales:“ a ti te amé:/ de la lengua de los ángeles traduje/ tus nombre, tus
besos y tus suicidios al sánscrito sagrado,/a los setecientos setenta y siete
idiomas de oriente y poniente.” Un acercamiento a la eternidad donde se
podría extender la mano y descifrar todas las lenguas del planeta. Es como si él tuviera el poder de desbaratar, a través de
la mujer amada, esa inmensa Torre de Babel de incomprensión e intolerancia. Se
siente purificado y sublime y capaz de olvidar todo los pecados de la carne. Sin embargo, casi sin ningún recato, pasa de
la idealización a las siguientes expresiones: “a ti te amé: cercené y reduje tus
cabezas/inventarié tus labios, tipifique
tus caderas/ disequé tus ardores/divinicé tus excelsos traseros/momifiqué tus
ritmos, tus rictus y tus risas,/descifré paciente el palimpsesto de tus
humores,/ taxidermicé colores y texturas de tus pieles/tus excitantes
cicatrices,/ los impudores de tu vello/embalsamé tus juegos inocentes y tu
furia ciclónica,/ conservé en cálices
tus sangres menstruales/ y guardé tus iras en talegos ajados:” La fuerza
de la pasión, el auscultar milímetro a milímetro el cuerpo deseado, las
fantasías más desbordadas saltan a la palestra para indicarnos que la
unión de los cuerpos nos convierte en etéreos
e inmortales.
Las diversas caras del amor se hacen
presentes en los versos de Atila Karlovich. Pasan por la duda, la soledad del
abandono, incluso una noche llena de interrogantes : “ tarea salobre la de los amantes,
sí,/y siempre inconclusa:/con quién se estarán comparando/ cuando se palpan/y
se espolean/ciegos,/temblorosos”. Es una constante que incluso puede atrapar
la felicidad, aunque termine escapándose por entre los dedos: “hay veces que afloran/ fugaces
esquirlas de paraíso”.
Cuando nos remite a la batalla de los campos cataláunicos, donde su tocayo, el rey de los hunos, queda definitivamente derrotado, lo hace llevándonos a una gran metáfora donde el presente y el pasado se funden en la vida cotidiana que a diario enfrentamos. Dice:"niño del cielo, desterrado del cielo,/adoración de hunas,
pastoras y magas,/ costilla de eva
marcada de fuego, /carnaza vomitada por el vertedero de los siglos.
/retoño de matanzas antiguas y tinieblas que no ceden,/vástago de jaca
cruda,/cría de luna colorada,/ víscera arrancada de vientre de hembra,/entraña
de entraña, extraño de mujer extraña/deportado, exiliado, desquiciado,
malvenido donde pisara,/ hijo de la que lo parió,/ yerro de primeriza,/hijo de
mil alicias, caricias lejanas,”. Todo esto y mucho más somos los seres
humanos. Estamos frente a un mundo que se reconoce únicamente a través de una
violencia cíclica que parece ser la única cosa
que somos capaces de reconocer y perpetuar. Por eso, no es aventurado
concluir que somos eternos exiliados puesto nos mantenemos en un viaje constante,
sin rumbo, sin sitio donde descansar de
tanta la injusticia y dispuestos
siempre a causar dolor y a permitir que nos lo causen y donde todo parece indicar que no existe
ninguna voluntad de cambio.
Atila Karlovich es un poeta que nos
estremece y que nos hace caminar en busca de una tierra prometida que jamás
alcanzamos.
Cartagena, enero 2019.