martes, 19 de marzo de 2019

La poesía de Atila Karlovich- Un artículo mío


 
La poesía de Atila Karlovich : Entre el exilio y la añoranza 

Leer la poesía de Atila Karlovich es adentrarse en un mundo simbólico donde confluyen la mitología clásica, la tradición judeo-cristiana y la cosmogonía ancestral de la América Hispana. Sus  imágenes se caracterizan por  presentar grandes contrastes. Recalca la presencia de la miseria humana que nos desafía, se apropia de nosotros y destruye a dentelladas muchas de las expectativas que solemos tener. Nos enfrenta a la realidad y nos recuerda que el dolor de vivir nos mantiene en constante  incertidumbre.

Mira su entorno con ojos críticos, escrutadores y reflexivos para cuestionar toda la brutalidad  existente en el universo que cotidianamente  transitamos. Por eso, se identifica como  un ser humano en una constante diáspora.  Recalca  que estamos frente una vida que no podemos entender y que casi nunca se acerca a la justicia. Afirma: “veo el mundo al revés,/ como san pedro desde la cruz,/ como las gotas de lluvia. Y luego agrega: “sueño el mundo al revés/ como los puercos que cuelgan / de los ganchos del matadero/ como el ahorcado en su naipe.” Ese observar la existencia  como un condenado eterno lo hermana con aquellos que se rebelan contra una sociedad que carece de la bondad necesaria para ofrecernos una existencia armónica. La verdad nos resulta esquiva llevándonos a la incomprensión y a la soledad. Por eso concluye: “nos sangran los pies/ de tanto inútil/ caminar los reveses del mundo.” Es bien sabido que no hay esperanza para nadie.

La desolación de este mundo se filtra por todos los resquicios del alma. Se  impone como un infierno que sustituye aquellas idealizaciones que tenemos en la vida: “entra, amigo, que/no hay un alma/ en las sábanas deshechas/ anidan/lagartijas doradas,/hay vasos rotos,/botellas vacías/preñadas de los dactilares de dios,/ hay desparramo de plumas,/cucarachas que corren desoladas,/ loza sucia que se amontona en los fregaderos./la melodía de un ruiseñor/ insospechado/enjaula la brisa del tiempo,/ entreteje el agrio olor de la eternidad.” Y finaliza diciendo: “huye, amigo, si puedes,/huye, si es que encuentras la puerta.” Un camino que no resulta fácil y, que generalmente, está más cercano a la frustración  y al fracaso que al éxito.

En su poesía se encuentra la presencia de su natal  Colombia.  Pero no esa que evoca el aroma del café, la imponencia de la cordillera de los Andes, las murallas de Cartagena, los exóticos sabores de las frutas tropicales,  las aves de plumajes coloridos, el vuelo  desafiante del cóndor  o los viajes legendarios por el río Magdalena. Va mucho más allá. Escudriña los rincones de la oscuridad de la noche, de los burdeles pobres del centro de Bogotá y de  las mujeres que venden su cuerpo por algo de comida: “una mujer/ que atesora /sus lucros de prostituta/los despojos de sus/amantes masacrados/en las madrigueras y los cambuches/de estos cerros/que son persistencia,/ silueta ineludible,/altísima bitácora/sagrario quebrantado./una mujer que aguarda,/entregada,/crepúsculos sulfurosos,/el fuego inexorable,/las lluvias de sangre/que caerán.” Sus palabras son la visión de una injusticia que  no cesa y que, por el contrario, se incrementa a cada instante. Por eso insiste en unos versos que reflejen un llanto quedo: “en los cafetines del centro/los ojos vidriosos, los ojos sin eje de borrachos/apenas contienen el rencor de los siglos.” Sintetiza esta amarga verdad en estas expresiones: “como ruanas sombrías/de cuchilleros caídos en su ley./ mientras la noche/se pierde en el croar de las ranas,/en los cafetines del centro/sobran mujeres colombianas/ que aguardan el amanecer”. Se estremece el lector y queda el sabor triste de una derrota  anunciada y que permanecerá dando vueltas en el ambiente, por toda la eternidad.

Cuando Karlovich habla del río Magdalena no se refiere  únicamente  al largo recorrido que hace atravesando el país de sur a norte, sino que nos confronta con las dolorosas consecuencias de las inundaciones que se suceden, como si se tratara de una maldición, año tras año, cuando llega el invierno y parece que a nuestra nación llegaran los ángeles de muerte. El río insignia aparece como testigo de excepción de  un país indómito, donde la negligencia gubernamental es la gran responsable de una tragedia cíclica que no acaba :“no ha dejado de llover./ el río apurado/empuja tarulla y ramaje,/arrastra/terneros, cristianos, alacranes./ …/ la muerte/en su atavío de agua/la llama desde el río./ella sabe que no es quién/para rechazar el traje de novia/que le ofrece / la sesgada cadencia de la lluvia tropical.” Las imágenes descritas no se alejan de nuestras pupilas. Los colombianos nos sentimos  como parias transitando sin norte y sin esperanza, como si en nuestro país el Diluvio Universal no hubiera cesado y estuviéramos destinados a la fatalidad.

Por otro lado, la grandiosidad de la Sabana de Bogotá aparece con toda su fuerza en las siguientes palabras: “la sabana es/verde jauja y verde labranza/oscuro verde del monte antiguo,/ verde ruana de los brumosos amaneceres, verde mustio de las congojas de uno./¡tierra bendita! de quiches, cucarrones y mandrágoras…es mi sangre peregrina/que se aferra atolondrada/con ocelos, garras y látigos/ a esta tierra negra…” Una sensación que expande el alma frente a la imponencia de los montes de los Andes. La nostalgia permanece a su lado y se queda  flotando en el aire. Sus versos no son los de alguien que se siente exiliado, sino lo de un ser humano que tiene un sentido de pertenencia muy arraigado. Esa añoranza se  mezcla, de manera casi mágica, con el olor de las flores y los frutos colombianos: “cometas de agosto/inconsútiles mariposas entre luces,/lirios que deliran chamuscados/ bajo el  flagrante cielo bogotano.” El lector siente que se encuentra frente a una oración a la madre-tierra  donde tienen lugar los rituales más antiguos, esos que nos legaron los ancestros de los primeros muiscas y chibchas.

Una y otra vez se plantea la idea de la naturaleza como un espacio casi infinito que contrasta con los oscuros sitios de las ciudades. Pero la suya no es una lírica bucólica, pero si una que se asombra y se adentra en los rincones más hondos de su sensibilidad. Algo similar sucede cuando hace sus  remembranzas de la vida en el sur del continente. En su mente de rapsoda se entrecruzan una serie de imágenes que sólo es posible apreciar en los montes andinos. Limitar  la descripción resulta un tanto inadecuado, a riesgo de mentir en esa aproximación: “no es fácil decir la cordillera./hay que acercársele como quien no quiere la cosa,/remedar los galgos muertos de hambre/que acechan la aparición de la luna,/sentir hundirse las piernas/en ese aire sin urdimbre/de puna al mediodía,/sobreexpuesta y vibrante,/tragar desaforado una noche de tantas estrellas/que no hay lugar para el cielo, compartir el frío aterrado/ con guanacos recién paridos/escuchar el vagido de los glaciares,/de berridos de tungsteno cautivo.” Todo aparece como si se tratara del instante mismo de la creación del mundo y como si  Dios hubiese  puesto  en un solo sitio  todos los elementos de su obra magna. Hay misterio y alabanza que se funden para sobrecogernos  y acercarnos a una oración íntima, donde el ser  humano comprende lo finita que es su existencia.

Su poesía transita por los caminos que recorren  los exiliados. Busca explicar la naturaleza de sus emociones, para que, finalmente comprendamos  que ese consuelo es imposible  de alcanzar:“¿es que la noche no me ha echado encima tantas veces, /palada sobre palada,/esta tierra ajena,/que me arrope de los fríos que se incrustan como garrapatas en mi espalda?/¿es que la noche no me ha cubierto con su manto de muerte,/tan negro y tan cálido como la vulva vaheante de la inefable pasífae, materna vagina certeramente pisada en su vaca de bronce,/ madre horadada por las innúmeras espadas de la zoología.” Incomprensión, barbarie y abandono son las verdades que acompañan nuestro eterno deambular solitario. Afirma que: “somos lo peor por dos, dos de lo estupefacto,/ lo más seguro de perder la partida dos veces,/somos panteón de tahúres, patria de ilusos, perdición de eternos efebos,/ destinos finales de princesas destrozadas,/ depositarios terminales, filtros potabilizadores,/del oro negro de los establos de augías.” Su voz nos recuerda que se trata de: “este mi desgarro, su tristeza abismal” No hay  lugar para el descanso. Sólo se afinca la violencia acompañada de los malolientes residuos expulsados por los seres putrefactos que rodean la cotidianidad. La melancolía se apropia del espíritu  y saca, sin pudor, sus uñas afiladas.

El alma enamorada del poeta conduce al lector a través de una serie de imágenes que dejan un sabor agridulce. Habla de la realidad en la que  habitan dos seres humanos que se comunican más allá de las palabras. Por eso, casi sin proponérselo, aparece la soledad, como testigo de ese sentimiento de abandono incontrolado cuando no se está frente a la mujer amada. Afirma: “la urdimbre: ausencia del andariego/décadas de desvelo./ profusa señal de cenizas.” Su voz  se convierte en el  hilo conductor que nos lleva hasta una pesada carga, donde los contarios se unen: “el amor es castigo,/ camino negro/y jubilo recortado.” Y agrega: “es rizoma/ que subyace y acompaña/terco el vivir/duda advenediza/de la que aflora cada tanto/una certeza/que arde pasajera,/que prolonga miedos ancestrales,/ que arrastra/n los ramales de su débil tejido/sangres que flamean mestizas,/conjeturas fantásticas/que engendran nuevos temores,/extrañezas nunca sospechadas.” La presencia de una Penélope fiel y paciente se cuela en sus versos y se transforma  en una filigrana de emociones que se van adhiriendo a la piel  y que causa una incertidumbre prolongada en el tiempo y la distancia…

Retoma la presencia de la mujer amada  para convertirla en una especie de ángel capaz de conducirlo hacia el infinito. Un ser de luz que es  Alfa y Omega: “tú eras la siembra,/la puerta/ y el ángel del castigo./en ti cabían y a ti llegaban/ los caminos  polvorientos del edén, el extravío  de los pájaros,/ las trochas al exilio. Tú eras las voces que penetraban al rellano,/  Y prosigue: “a ti te amé/ y te amé loco/ celoso e inerme,/como quien ataja la estampida de un tesoro. / No es fácil dar contigo ni en los campos precoces/ ni en las ciudades alucinadas./alguna vez hallé,/ obstinado,/ ojos tornasolados como los tuyos  en picadilly circus,/ojos negros como los tuyos en la jiménez con trece,/ojos garzos como los tuyos en una plaza de toros cualquiera,/ la mitad de tu sonrisa  en el barroco de tu catedral de crucigramas,/ las mudanzas del corazón/ mientras el viento y las sirenas aullaban/ por las calles del barrio de constitución”  Cada una de las estancias de la  vida pasan por estas evocaciones oníricas, por lo cual, la imaginación y las emociones del poeta se entrecruzan  en diversos planos. Sueños y realidad que conforman todo el universo de quien canta. Tanto así que afirma: “eras más que mi vida”.

En su peregrinar como amante; sus  palabras buscan transformarla, más que en musa beatífica en un ser sobrenatural, capaz de adentrarse en misterios únicamente revelados a las criaturas celestiales:“ a ti te amé:/ de la lengua de los ángeles traduje/ tus nombre, tus besos y tus suicidios al sánscrito sagrado,/a los setecientos setenta y siete idiomas de oriente y poniente.” Un acercamiento a la eternidad donde se podría extender la mano y descifrar todas las lenguas del planeta. Es como si  él tuviera el poder de desbaratar, a través de la mujer amada, esa inmensa Torre de Babel de incomprensión e intolerancia. Se siente purificado y sublime y capaz de olvidar todo los pecados de la carne.  Sin embargo, casi sin ningún recato, pasa de la idealización a las siguientes expresiones: “a ti te amé: cercené y reduje tus cabezas/inventarié  tus labios, tipifique tus caderas/ disequé tus ardores/divinicé tus excelsos traseros/momifiqué tus ritmos, tus rictus y tus risas,/descifré paciente el palimpsesto de tus humores,/ taxidermicé colores y texturas de tus pieles/tus excitantes cicatrices,/ los impudores de tu vello/embalsamé tus juegos inocentes y tu furia ciclónica,/ conservé en cálices  tus sangres menstruales/ y guardé tus iras en talegos ajados:” La fuerza de la pasión, el auscultar milímetro a milímetro el cuerpo deseado, las fantasías más desbordadas saltan a la palestra para indicarnos que la unión  de los cuerpos nos convierte en etéreos e inmortales.

Las diversas caras del amor se hacen presentes en los versos de Atila Karlovich. Pasan por la duda, la soledad del abandono, incluso una noche llena de interrogantes : “ tarea salobre la de los amantes, sí,/y siempre inconclusa:/con quién se estarán comparando/ cuando se palpan/y se espolean/ciegos,/temblorosos”. Es una constante que incluso puede atrapar la felicidad, aunque termine escapándose por entre los dedos: “hay veces que afloran/ fugaces esquirlas de paraíso”.

Cuando nos remite a la batalla de los campos cataláunicos, donde su tocayo, el rey de los hunos, queda definitivamente derrotado, lo hace llevándonos a una gran metáfora donde el presente y el pasado se funden en la vida cotidiana que a diario enfrentamos. Dice:"niño del cielo, desterrado del cielo,/adoración de hunas, pastoras y magas,/ costilla de eva  marcada de fuego, /carnaza vomitada por el vertedero de los siglos. /retoño de matanzas antiguas y tinieblas que no ceden,/vástago de jaca cruda,/cría de luna colorada,/ víscera arrancada de vientre de hembra,/entraña de entraña, extraño de mujer extraña/deportado, exiliado, desquiciado, malvenido donde pisara,/ hijo de la que lo parió,/ yerro de primeriza,/hijo de mil alicias, caricias lejanas,”. Todo esto y mucho más somos los seres humanos. Estamos frente a un mundo que se reconoce únicamente a través de una violencia cíclica que parece ser la única cosa  que somos capaces de reconocer y perpetuar. Por eso, no es aventurado concluir que somos eternos exiliados puesto nos mantenemos en un viaje constante, sin rumbo, sin sitio  donde descansar de tanta  la injusticia y dispuestos siempre a causar dolor y a permitir que nos lo causen  y donde todo parece indicar que no existe ninguna voluntad de cambio.


Atila Karlovich es un poeta que nos estremece y que nos hace caminar en busca de una tierra prometida que jamás alcanzamos.

                                                Cartagena, enero 2019.

 

 

 

jueves, 14 de marzo de 2019

Un escrito sobre Getsemani - Claudia de la Espriella


Plaza de la Trinidad- Getsemaní- Cartagena

Sentido de Pertenencia

Por Claudia de la Espriella.

 

A veces, en la vida, suceden cosas que aparentemente no tienen mayor  trascendencia, pero que detrás de ellas se encuentran valores  muy destacables.  Una amiga muy querida me mando un bonito video, de un pequeño pueblo en Italia, cerca de Roma, llamado Ceccano. En ese sitio nació, en 1828,  Orestes Sindici, compositor de la música del Himno Nacional de la República de Colombia.

Esta población, de aspecto medieval, está muy orgullosa de su hijo dilecto. Tanto así que sus habitantes se saben completo nuestro Himno Nacional y es obligatorio que la Banda Municipal toque esta pieza musical en todas sus presentaciones. Consideran que es un gran honor que un país lejano  haya reconocido el talento de este compositor nacido en su tierra.

Este hecho, aparentemente banal,  tiene algo fundamental que enseñarnos. Me refiero al sentido de pertenencia.  Este valor espiritual debería formar  parte de nuestra identidad colombiana, esa que se nutre de aquellos elementos que conforman  una nacionalidad y que trasmiten a las generaciones presentes y futuras,  un sello irrepetible y propio. No se trata de chovinismo, ni de excesos  patrioteros. Lo que se debe buscar es cuidar lo que nos pertenece,  con mucho amor y  dándole a lo propio el sitio destacado que se merece.

En Colombia, sin embargo, desde que se suprimieron las clases de Educación Cívica e Historia de Colombia, se ha perdido mucho de ese amor por lo que, como tradición, es parte esencial del ser colombianos y que nos da un valor distintivo como nación libre y soberana.

Pensando en ese ejemplo de Italia,  es necesario referirnos a lo que sucede  en Cartagena. Hay muchas legados históricos y tradicionales que acá se irrespetan, que no se les mira como importantes por darle prioridad a complacer, supuestamente, a los turistas. Sus  caprichos deben ser cumplidos por encima de lo que sentimos  los cartageneros. Son ellos los que ponen las reglas de juego, no las autoridades locales. Basta con un ejemplo: En la ciudad amurallada y en Getsemaní  no se da ninguna prioridad a los lugares emblemáticos de esta ciudad, que están prácticamente en todas las calles que los foráneos recorren a diario.

Miremos lo que sucede  en los últimos años en la Plaza de la Trinidad. La historia nos cuenta que Pedro Romero  y sus Lanceros de Getsemaní, en concordancia  con Gabriel y Germán Piñeres, estuvieron un largo tiempo planeando la rebelión que se llevó a cabo el 11 de noviembre de 1811.  Su sublevación se organizó por días  en la Calle Larga y de allí se desplazan hasta la  mencionada plaza, para posteriormente movilizarse  hasta la Boca del Puente. Así pues, preservar ese entorno es importante y merece respeto. Forma  parte de nuestro sentido de pertenencia y es eso lo que debemos cuidar; no así  el capricho de  ciudadanos de otros lados, que acuden a esa plaza  en busca de desorden y excesos que nada tienen que ver con el nacimiento de la República de Colombia. No olvidemos que el primer sitio de nuestro país en proclamar la Independencia Absoluta de España  fue Cartagena, lo que tiene un valor histórico innegable, por lo que debe ser respetado como el Altar de la Patria que es.

La autoridades cartageneras, irresponsables, ambiciosas y poco conocedoras de la importancia de conservación del Patrimonio Material e Inmaterial de la ciudad, han permitido toda clase de desmanes en Getsemaní por parte de los visitantes  que violentan, con su accionar desmedido a los residentes, haciendo imposible una vida sosegada y el descanso merecido después de una jornada laboral larga. Son los ciudadanos de Cartagena los que deben ser considerados en primer término. Ignorar la historia y a eso, sumar la agresión permanente, no es para nada indicativo de una sociedad que preserva sus raíces  y busca el bienestar común. Por el contrario, lo que queda claro es que los valores de la tradición se pierden en manos de aquellos que tienen el deber moral de preservar y transmitir nuestro sentido de pertenencia. ¡Triste realidad la nuestra! ¿Hasta cuándo lo soportaremos? No podemos exigir que nos valoren si  no lo hacemos primero los cartageneros.

Cartagena, marzo de 2019.