Ramiro de la Espriella
En la medida en que vayamos profundizando en el estudio de las
instituciones, tendremos que acercarnos más y más a nuestras fronteras como
parte integrante de la soberanía nacional.
Siempre, desde la gesta histórica de nuestra independencia,
la organización política del Estado ha tenido mucho más que ver con la
interpretación erudita de los textos importados que con la esencia misma de la
estructura geopolítica de la nación.
Las ideologías entonces imperantes estuvieron sustentadas en las pruebas fehacientes de la celebrada
cultura de nuestros próceres, enriquecidos ellos por la elocuencia de sus
esclarecidos legatarios extranjerizantes. Fue así como se importaron muchas de
nuestras instituciones sin mirarnos objetivamente, asimilados al libre comercio
de los productos del consumo diario de nuestras deficientes economías. Nacimos
dentro de los escombros agrietados del imperio español y nuestros padres
acuciosos admiraban aún inducidos por el regreso de Julio César a la Roma
imperial, llevando atado a la cola de su caballo a Vercingétorix, el rey galo. Aquello era
sin que aún existiera, una exaltación cinematográfica a los grandes procesos
imperiales de la historia.
Ya Bolívar había presenciado la coronación de Napoleón, y lo
cierto fue que jamás creyó en ella. Prefirió mirar vagamente los escombros
sobre los cuales levantaba la
independencia de nuestra América. En la bandera blanca de la Paz, después de
dictado el Decreto de Guerra a Muerte, envolvió
en sus pliegues la alternativa diciente de la Gran Colombia.
¿ En qué estaba pensando entonces?
Pensaba en nuestra unidad de destino, en el desgarramiento
de las fronteras de México, en Panamá, en el hálito alentador de Bolivia, en la
verdadera independencia de Cuba, y así murió pensándolo todo, en tanto que
estamos esperando que él vuelva , sin agenciados interpretes que enloden su
majestuoso pensamiento político.
Y luego: nuestro propio vacío, el vacío de Colombia que aún
no alcanza a encontrarse a sí misma.
Desde 1811 hasta 1991 han
transcurrido hoy más de 200 años, y aún estamos esperando nuestra unidad de
destino sin haber conocido siquiera, de hecho y por derecho la realidad
geográfica de las fronteras colombianas.Para no perdernos en las sin razones de nuestra historia
política, basta y sobra con dos de nuestras reformas constitucionales: 1863 y
1886.
Los llamados “ Estados Soberanos”, no intentaron siquiera la
unidad nacional. Por el contrario, abusaron de su poder de decisión interno
entre sí acudiendo al enfrentamiento armado. Todo este es un controvertido
proceso de la historia, que va de 1861 hasta finalizar con la derrota del liberalismo en la batalla de la Humareda.
Rafael Núñez había venido combatiendo los excesos en la
aplicación de la Constitución de 1863, y de allí surge el nuevo ordenamiento de
1886. La llamada “ regeneración” política ideada por el cartagenero tampoco
encuentra asidero en los usufructuarios del poder.
Algo acerca de la torcedura de sus ideas debió haber intuido el presidente
Núñez cuando se abstuvo de avalarla con su firma.
Nuestros límites con los países
hermanos están apenas señalados en los mapas , y es así como su
presencia apenas sí se reconoce en los nombres perdidos de los escenarios. Si
nos miramos bien hacia adentro está mucho más cerca de nuestros presidentes Washington que Leticia, y para ellos, al igual
que para cierta élite económica que cree que es más ventajoso visitar la Casa
Blanca que la Amazonía ,el Putumayo, Ipiales o Bahía Solano.
Es lamentable, por ejemplo, que quienes han ocupado la presidencia de
Colombia no hayan sido capaces de darle
continuidad a una política pública en materia de desarrollo rural sostenible,
infraestructura, buscando el progreso armónico y complementario entre las
grandes urbes y aquellos rincones del
país que abastecen con sus productos a las ciudades, de modo que los campesinos
del Cauca, El Chocó, Nariño o el Valle no puedan contar con centros de salud,
educación básica que llegue a los más apartados sitios de nuestra geografía,
oportunidades de un desarrollo minero o fabril acorde con las necesidades de empleo digno de sus
habitantes. Son dos Colombias que parecen estar apartadas, desconociéndose
mutuamente y sin que se vea a corto
plazo un cambio de mentalidad al respecto. De igual manera preocupa que se haya
insistido casi sistemáticamente en abandonar la investigación científica de los recursos
humanos y naturales de los diferentes sitios del país , del mismo modo que se
debe insistir en el estudio de sus
legados religiosos, folclóricos, artísticos, literarios, gastronómicos, las características
etnográficas y el modo más expedito de
conseguir una integración sociológica con el desarrollo positivo, innovador y
transformador de nuestra historia.
Excepción hecha del General Rafael Reyes son muy pocos los
estadistas colombianos que a lo largo
del siglo XX y en lo que va corrido del XXI hayan mirado hacia las regiones
olvidadas de Colombia. Desde San Andrés y Providencia, la Guajira hasta el sur
del país, pasando por los puertos, la extensa llanura, las zonas selváticas con
su biodiversidad, las riquezas hídricas tanto del Chocó como del Amazonas y el Orinoco, nuestros recursos pesqueros en los
dos océanos y otros muchos aspectos
fundamentales presentes en los rincones
de la patria que están en el más absoluto abandono. Ese poco interés en lo que
nos pertenece parece ser la constante de una nación que desconoce su verdadera
realidad y que considera que es más
importante pensar en las experiencias
políticas de los demás que en buscar nuestras propias respuestas y avanzar
verdaderamente hacia un desarrollo integral de todos los aspectos que conforman
nuestra soberanía. El camino apenas ha
sido trazado. Hay mucho todavía por recorrer.
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