Los
espacios de los “ Cronopios”
en los cuentos de Cortázar
en los cuentos de Cortázar
Estación de Banfield en 1907.- En esa época llegan los padres de Julio Cortázar con él a vivir allí.
Por
Claudia de la Espriella.
1.-
La Casa de Bestiario
En
la adolescencia, a principios de la
década de los 70, leí por primera vez a
Julio Cortázar. Recuerdo la identificación inmediata con su definición de lo qué era un cronopio, aunque
en mis ratos libres siempre he ejercido como esperanza. Encontré en él al primer escritor que me conmovió por
su manera de enfrentarse con la literatura urbana y los amplios vuelos que le
daba a una imaginación fantástica, en el sentido literario del término.
Doce años más tarde, llegué a vivir a
Buenos Aires, ejerciendo funciones de fama en la Embajada de Colombia. Busqué
reencontrarme con Julio y tomando algunos relatos de “Bestiario” empecé a reconocer lo que mi intuición de
cronopio me había enseñado de esa
ciudad.
Mi verdadera vocación no es la
diplomacia sino la Literatura y en este campo mi camino ha sido la docencia
Universitaria, la crítica literaria, así como algunos poemas y unos pocos cuentos. Por ese motivo, aún
cumpliendo con mis obligaciones laborales, quise reconocer los puntos en común y los misterios
que se encerraban en esa ciudad en que
habitó Cortázar considerando que vivir allí era una casualidad con causalidad.
El recorrido se inició conociendo los
lugares donde transcurrió su primera infancia, en Banfield. Ese lugar, al que
llega niño, lo enfrenta con la estética propia de la arquitectura republicana, fácilmente
identificable en toda Latinoamérica y que corresponde a las tres primeras décadas
del siglo XX. El estilo de la edificación donde transcurrieron sus primeros
años se acerca; a pesar de ceñirse a algunos patrones europeos clásicos; a la
búsqueda de un lenguaje estético que refleja nuestras raíces y que le rinda homenaje a los procesos de
independencia, para así conmemorar un siglo de la gesta emancipadora. Aunque no me fue posible conocer la casa en su
interior bien puedo imaginarla. Como en toda Iberoamérica, lo primero que se
percibe es un largo y estrecho zaguán, para descubrir finalmente un patio interior
muy bello, con profusión de plantas y flores nativas, de diversos y alegres
colores. A la derecha se encuentran dos o tres habitaciones y una inmensa sala,
con muebles de influencia inglesa o francesa, un amplísimo sofá, generalmente
tapizado en terciopelo de colores oscuros, como verde, azul plomo o vino
tinto. Dichas salas estaban adornadas
con unos cuadros religiosos, y en ocasiones , santos de bulto sobre una mesa
muy especial, que permitía reconocer cuáles eran las devociones familiares. No podía faltar el espejo de
marco dorado y cristal de roca que hacía que los habitantes de la casa se
ufanaran de dicho elemento decorativo y hablaran con orgullo de la antigüedad
y la historia familiar que él encerraba.
Saliendo de nuevo al patio y a mano
izquierda tenían el comedor, vestido con bandejas de porcelana inglesa,
cristalería checa y una gran mesa de extensión donde llegaban a sentarse hasta
14 personas.
La cocina era amplia y en muchas
ocasiones un poco oscura, con una estufa
y horno de leña o carbón que guardaban
un calor que a veces podían abrumar y hasta llegar a producir un bochorno poco
soportable. Era el santuario de las mujeres: las mayores le indicaban a la
cocinera cómo elaborar las viandas, mientras las jóvenes adolescentes se
iniciaban en las artes coquinarias y empezaban así su entrenamiento hacia el matrimonio.
Estas residencias, entre austeras y,
en ocasiones, atiborradas de objetos heredados y adquiridos a lo largo de
varias décadas, contaban con un segundo
piso, menos adornado que el primero, puesto que allí se quería reverenciar la intimidad y el
silencio necesario para el recogimiento y las charlas sencillas de una familia
del común. Allí se hallaba el baño familiar, los dormitorios y un largo pasadizo que conducía a un
entrepiso donde estaban los cuartos de la servidumbre.
Las viviendas más amplias y de las familias más pudientes contaban con una huerta, donde frecuentemente se encontraban cebollas, zanahorias, hierbas
aromáticas y curativas, algunas gallinas, árboles frutales y una pileta o
aljibe para que no faltara el agua. Es
fácil imaginarse a Cortázar niño ocultándose en los confines de esa huerta casera.
En el libro titulado “ Un tal Cortázar”, escrito por el colombiano Gustavo Arango,
el mismo autor nos dice refiriéndose a
la infancia de Cortázar: “Le gustaba meterse debajo de las matas de tomate o de maíz en el jardín
de la casa para mirar durante horas los insectos y ver a las estrellas de
noche. Le gustaba también subirse al
sauce del jardín de la casa.”[i] Esa búsqueda también la abría la posibilidad de divisar
desde algún árbol las casas aledañas mientras soñaba con realizar un viaje a un
remoto país, donde pondría a prueba su valentía enfrentándose a alguna fiera
salvaje. Al respecto el narrador escribe en
“Bestiario”, en el cuento que
la el título al libro: “Casi siempre era
el capataz el que avisaba de los movimientos del tigre; Luis le tenía la mayor
confianza y como se pasaba casi todo el día trabajando en el estudio, no salía
nunca ni dejaba moverse a los que venían del piso alto hasta que don Roberto
mandaba su información. Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro,
sabía bien lo que pasaba en la planta baja y arriba. Otras veces eran los
chicos los que le traían la noticia al nene o a Luis. No porque vieran nada,
pero si don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero del tigre y
ellos volvían a avisar. A Niño le creían todo, a Isabel menos porque era nueva
y podía equivocarse. Después, como
andaba siempre con Nino pegado a sus polleras, terminaron creyéndole lo
mismo. Eso de mañana y de tarde; por la
noche era el Nene quien salía a verificar si los perros estaban atados o si no
había quedado rescoldo cerca de las casas. Isabel bien que llevaba revólver y a
veces un bastón con un puño de plata.” Estamos frente a una extensa
enumeración de cómo proteger a la familia del tigre, en una casa llena de lugares
y pasadizos desconocidos. Sin embargo, más que acercar al lector a la
descripción de una situación de peligro dentro de esa residencia, lo llevan a
encontrarse con un mundo exótico, fantástico lleno de elementos que causan
curiosidad y al mismo tiempo temor, como pueden ser hormigas, hojas de tréboles
con formas diversas, que sugieren corazones entrelazados y otros elementos poco
comunes en una zona urbana. Es la
re-creación de un universo que parece emerger de la mente infantil de su
narrador; pero que, sin previo aviso, asume el dominio de la situación
planteada y la transforma en una realidad. Mantener a un tigre como mascota resulta
tan irreal como al mismo Cortazar le puede parecer improbable que exista una
vida de privaciones que él no conoce ni
por referencia.
Los espacios abiertos de esa casa respiran
los misterios de una naturaleza que está descontrolada, como si la condición de
época veraniega fuera suficiente motivo para perder toda posibilidad de mesura y equilibrio.
La seducción que ejercen sobre los niños los diversos insectos los enfrenta a
un microcosmos que se transforma en toda la fuerza destructora del Universo, donde
todo parece estar predestinado para un desenlace fatídico:“…las hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche, cavando
y removiendo con mil órdenes y evoluciones, avisando frotar antenas y patas, repentinos
arranques de furor o vehemencia…”Así pues, un mero juego, que parece
inofensivo y hasta didáctico termina por ser una premonición incontrolable.
Los elementos que pueblan esos
recintos se transforman para que toda la atención se centre en la casa que es, en
verdad, una protagonista silenciosa. El entrepiso, que ocupa un lugar excepcional
en el relato adquiere, a través de la descripción de una escalera misteriosa,
una simbología que resume su relación imperceptible con el mundo fantástico y
el infinito. El lector se sitúa frente a un espacio que era utilizado como biblioteca y despacho del
dueño de casa: sitio mágico ligado a los afectos más profundos de Cortázar: él,
con sus ojos de niño, sabe que ese ese espacio es un nicho sagrado, donde la
comunicación con el infinito es una constante que introduce a la infancia hacia
la revelación de los secretos más antiguos y mejor guardados. El desafío de
adentrarse en recintos prohibidos es el elemento sobre los que se sustenta la
narración. Aunque es evidente que el autor recurre a sus vivencias infantiles,
también es cierto que rompe con su pasado para proyectar una nueva realidad más
allá de sus propias experiencias y hermana los espacios en un intento de llagar
a lo infinito para fundir en un mismo momento toda las posibilidades de una
supra-realidad que nace de lo más interno de nosotros mismos.
[i] Arango, Gustavo.- Un tal
Cortázar.-Colección Mensajes No.4.- Facultad de Comunicación Social.-
Universidad Pontificia Bolivariana, pág,21.- Medellín, Colombia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario