domingo, 22 de mayo de 2016

Carlos Villalba Bustillo - García Márquez se integró a la Cartagena del estado de sitio

Gabriel  García   Márquez

 

García Márquez se integró a la Cartagena del estado de sitio


Uno puede no ser de un sitio si no nace allí, pero sí lo es cuando llega a vivir eternamente, acogido por una tierra que también es madre de partos y de adopciones. No sé si García Márquez pidió en vida que trajeran sus cenizas a Cartagena, pero si no lo hizo tengo la certidumbre de que su familia supo que nada le halagaría tanto como reposar en la ciudad española más caribe que su mar, donde se sentía tan a gusto como Rafael Núñez dándole órdenes a Caro.

Para una imaginación que no tuvo estorbos, y un espíritu que no dejó de escarbar para escribir a mano corrida, Cartagena era el dispensador ideal de cualquier proyecto literario. El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios y Vivir para contarla son, entre otros textos, criaturas del impacto de la ciudad en la inspiración del narrador.

Desde el día en que llegó para quedarse por largo tiempo entre plomo derretido y chibaletes, García Márquez se integró a la Cartagena del estado de sitio. Suministraba noticias y las analizaba con un profesionalismo que no requirió grado en periodismo, ni maestría ni doctorado, porque tomaba los hechos por sus cuatro costados, vacunándolos contra toda pasión, para que la opinión los digiriera con la misma honradez que trajera la información o que marcara la brújula orientadora de la columna o del editorial.

De ese modo despuntó el profesional sin título pero con criterio aquí, en este remanso de piedra que aún olía a aceite en botijuela y otros aromas de la colonia que no terminaba de morir, sin sospechar que el día a día de su oficio sin horizonte sería revivido por los historiadores de la literatura para contar, con posterioridad a la gloria, cómo salió del periodista, luego de una intrincada peripecia, el escritor de genio y garra.

No puede faltar una anécdota de aquel período germinal. Su llave en la redacción de El Universal era Héctor Rojas Herazo. Un final de tarde con hambre, cuando los dos tenían sus columnas del siguiente día por la mitad, salieron para el mercado a comerse un guiso de conejo. Al regresar, García Márquez terminó la columna de Rojas Herazo y Rojas Herazo la de García Márquez. Braulio Henao Blanco, lector de ambos, comentó: “Estos muchachos tienen imaginación de pajizos”.

Qué gran acierto el de su tumba en el patio de la Merced. La universidad fue su otro alero, pues columbró futuro en el aprendizaje de las leyes. Pero pudo más la vocación que llevaba en las arterias, de la que se percató su profesor Ignacio Vélez Martínez, quien le sugirió que se dedicara con tendones y falanges a la máquina de escribir.

Así, con una letra tras otra, a la vuelta de 20 años, el mundo de Macondo se instaló en las civilizaciones del mundo creado (primera hazaña del realismo mágico) en sólo siete días



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