Catalina
Cuando era niña soñaba con todo
lo extraordinario que se viviría en el siglo XXI. Imaginaba que nos iríamos de
vacaciones a la luna, que los carros serían como los de “Los supersónicos” y los robots servirían a la
mesa, lavarían y plancharían en las casas y yo no tendría que hacer la cama, (labor que
detestaba y sigo detestando), porque con oprimir un botón todo quedaría limpio
y en orden. No imaginé, sin embargo, que llegaría a tener un celular ni que un computador
personal sería un objeto de uso cotidiano. Los años pasaban y muchas de esas
cosas no sucedieron y otras se volvieron objetos de la vida diaria sin que yo
hubiera llegado a pensar que así sería. Sin embargo, la magia del nuevo
milenio, permanecía alimentándose en mi espíritu. A pesar de eso, no me fue
posible vivir toda la alegría y
animosidad esa festividad tanto tiempo
deseada. Tenía que mantenerme en cama cerca de tres meses después de una
delicada operación de ligamentos de rodilla que acabó deprimiéndome y
confinándome. Era el final del último noviembre del siglo XX; faltaba un mes para terminar el año, el siglo
y el milenio. Una nueva era se anunciaba por todas partes. Los cambios que
estaban por venir se simbolizaban a través de los colores azules y plateados
que inundaban los almacenes, las calles, los avisos luminosos, los árboles de
Navidad. Los festejos en las grandes capitales del mundo prometían brindar una
alegría inusitada y se veían venir celebraciones inigualables en majestuosidad
y fantasía. Las familias esperaban que pasaran los días para llegar al anhelado
año 2000. Muchas agencias de turismo organizaron viajes a aquellos lugares
donde entraría el nuevo siglo primero: la China, Australia, Indonesia, Japón,
etc., etc. El entusiasmo crecía a medida que se acercaba la fecha y las
novedades decorativas eran compradas por personas de todas las clases sociales,
orígenes étnicos y diversas religiones. Y yo, en casa, mirando por la ventana
pasar el tiempo.
Me quedaba sola. El médico me
dijo que no debía apoyar la pierna operada y yo seguía sus instrucciones con
todo rigor. El apartamento era
inmenso y dependía de alguien que me
ayudara a bañar y a caminar. La enfermera llegaba por las mañanas y después de
almuerzo se iba. Los días eran largos, aburridores, silenciosos y fríos, sin
tener a nadie acompañándome. Mi vida se limitaba a ir a las ocho de la mañana a
la fisioterapia, ocasionalmente daba una vuelta en automóvil y volver a mi casa
a esperar que llegara la noche. Leía, como siempre ha sido mi costumbre e
interés profesional, aunque a veces el dolor de la herida era tan agudo que no
podía concentrarme en el libro. Comencé a llorar , sin motivo aparente, mientras ese sueño infantil de la gran
celebración del Año Nuevo del año 2000 empezó a diluirse entre la quietud, el
olor de las medicinas, el descanso forzado y la incertidumbre del resultado de
la cirugía. Fueron días que me parecían eternos.
El 20 de diciembre, apenas algo
más de tres meses que comenzada mi convalecencia, llegó Catalina. Tenía algo
más de dos meses, había perdido a su mamá en el momento del parto y lloraba
todo el tiempo. Sus inmensos ojos verdes parecían esmeraldas recién pulidas,
una carita blanca como el algodón y una
pequeña cofia entre gris y negra. Su cuerpecito blanco era suave, tan suave como
si fuese de terciopelo y su colita que era del mismo color de su cofia gris.
Era hermosa y frágil, delicada y vital, tímidamente amorosa, necesitada del
calor de hogar y de cuidados. La llamé Catalina y muy pronto, a pesar de su
corta edad, identificó el sonido de su nombre con su personalidad, pues de
verás era la pureza hecha gatita. Era el sinónimo de la ternura, del amor sin
condiciones, de limpidez espiritual. Se recostó en mi pecho y se quedó dormida
oyendo mi corazón. Supe, entonces, que me aceptaba como su mamá. Alivió mi
tristeza y me dispuse a cuidarla, a verla crecer en dulzura, en delicadeza y
con esa discreta independencia de carácter que buscaba su identidad felina y
con una gentil firmeza para expresar sus deseos.
Tan pronto inspeccionó el
apartamento descubrió que había una decoración muy tentadora. Esferas de
colores colgaban de un árbol que tenía muchas ramas donde subirse y muchas
luces por la noche. Le encantó. Lo miraba con atención, con entusiasmo, con
inquietud curiosa, aunque al mismo
tiempo medía sus movimiento, calculaba bien donde poner su manita y la quitaba
presto antes de que sucediera algo desagradable para el tacto. Mantuvo esa
fascinación año tras año, como si desde la segunda semana de enero y hasta fines de noviembre fuera lo
más delicioso y lo más anhelado. Cuando veía surgir las cajas se sentaba a
observar cada movimiento, permanecía en silencio viendo cómo la casa iba
vistiéndose de colores y sólo al caer el día, indefectiblemente, resolvía que
yo no tenía buen gusto y que ella debía arreglar las cosas de una manera más
estética. Concluida su labor de decoradora se sentaba a contemplarla hasta que
se quedaba dormida. La cargaba y recostaba la cabeza sobre mi brazo, procurando siempre sentir los
latidos en mi pecho. Se iniciaba así su acompasado ronroneo y la verdad parecía
que tuviera adentro un motor poderoso que dominaba el ambiente. El amanecer
llegaba con ella sobre mi hombro y luego venía el beso de buenos días.
En una tarde de ese primer
diciembre juntas; después de un tiempo sin verla cerca de mí, me incorporé de
la cama ayudada con un caminador y esperé encontrarla sentada en un sillón
disfrutando de las luces navideñas. No estaba. La llamé y no acudía. Era muy
difícil para mi movilizarme, mantener el equilibrio y al mismo tiempo intentaba
encontrarla, mientras temía que la empleada, al irse para su casa, no la hubiera
visto salir y estuviera afuera deambulando por el sexto piso donde quedaba mi
apartamento. Como pude, abrí la puerta y nada, volví desolada, la llamaba y la
llamaba y nada. Silencio…luego angustia, incertidumbre. Había comenzado a
buscarla a las 4 p.m. y para ese entonces eran las 7. Ni rastro de Catalina…
(Continuará...)
(Continuará...)
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