viernes, 6 de mayo de 2016

Catalina - Primera Parte ( continuará)

 
 
 
Catalina
 
Cuando era niña soñaba con todo lo extraordinario que se viviría en el siglo XXI. Imaginaba que nos iríamos de vacaciones a la luna, que los carros serían como los de “Los  supersónicos” y los robots servirían a la mesa, lavarían y plancharían en las casas  y yo no tendría que hacer la cama, (labor que detestaba y sigo detestando), porque con oprimir un botón todo quedaría limpio y en orden. No imaginé, sin embargo, que llegaría  a tener un celular ni que un computador personal sería un objeto de uso cotidiano. Los años pasaban y muchas de esas cosas no sucedieron y otras se volvieron objetos de la vida diaria sin que yo hubiera llegado a pensar que así sería. Sin embargo, la magia del nuevo milenio, permanecía alimentándose en mi espíritu. A pesar de eso, no me fue posible vivir  toda  la alegría y animosidad  esa festividad tanto tiempo deseada. Tenía que mantenerme en cama cerca de tres meses después de una delicada operación de ligamentos de rodilla que acabó deprimiéndome y confinándome. Era el final del último noviembre del siglo XX;  faltaba un mes para terminar el año, el siglo y el milenio. Una nueva era se anunciaba por todas partes. Los cambios que estaban por venir se simbolizaban a través de los colores azules y plateados que inundaban los almacenes, las calles, los avisos luminosos, los árboles de Navidad. Los festejos en las grandes capitales del mundo prometían brindar una alegría inusitada y se veían venir celebraciones inigualables en majestuosidad y fantasía. Las familias esperaban que pasaran los días para llegar al anhelado año 2000. Muchas agencias de turismo organizaron viajes a aquellos lugares donde entraría el nuevo siglo primero: la China, Australia, Indonesia, Japón, etc., etc. El entusiasmo crecía a medida que se acercaba la fecha y las novedades decorativas eran compradas por personas de todas las clases sociales, orígenes étnicos y diversas religiones. Y yo, en casa, mirando por la ventana pasar el tiempo.
Me quedaba sola. El médico me dijo que no debía apoyar la pierna operada y yo seguía sus instrucciones con todo rigor.  El apartamento era inmenso  y dependía de alguien que me ayudara a bañar y a caminar. La enfermera llegaba por las mañanas y después de almuerzo se iba. Los días eran largos, aburridores, silenciosos y fríos, sin tener a nadie acompañándome. Mi vida se limitaba a ir a las ocho de la mañana a la fisioterapia, ocasionalmente daba una vuelta en automóvil y volver a mi casa a esperar que llegara la noche. Leía, como siempre ha sido mi costumbre e interés profesional, aunque a veces el dolor de la herida era tan agudo que no podía concentrarme en el libro. Comencé a llorar , sin motivo aparente,  mientras ese sueño infantil de la gran celebración del Año Nuevo del año 2000 empezó a diluirse entre la quietud, el olor de las medicinas, el descanso forzado y la incertidumbre del resultado de la cirugía. Fueron días que me parecían eternos.
El 20 de diciembre, apenas algo más de tres meses que comenzada mi convalecencia, llegó Catalina. Tenía algo más de dos meses, había perdido a su mamá en el momento del parto y lloraba todo el tiempo. Sus inmensos ojos verdes parecían esmeraldas recién pulidas, una carita blanca como el algodón  y una pequeña cofia entre gris y negra. Su cuerpecito blanco era suave, tan suave como si fuese de terciopelo y su colita que era del mismo color de su cofia gris. Era hermosa y frágil, delicada y vital, tímidamente amorosa, necesitada del calor de hogar y de cuidados. La llamé Catalina y muy pronto, a pesar de su corta edad, identificó el sonido de su nombre con su personalidad, pues de verás era la pureza hecha gatita. Era el sinónimo de la ternura, del amor sin condiciones, de limpidez espiritual. Se recostó en mi pecho y se quedó dormida oyendo mi corazón. Supe, entonces, que me aceptaba como su mamá. Alivió mi tristeza y me dispuse a cuidarla, a verla crecer en dulzura, en delicadeza y con esa discreta independencia de carácter que buscaba su identidad felina y con una gentil firmeza para expresar sus deseos.
Tan pronto inspeccionó el apartamento descubrió que había una decoración muy tentadora. Esferas de colores colgaban de un árbol que tenía muchas ramas donde subirse y muchas luces por la noche. Le encantó. Lo miraba con atención, con entusiasmo, con inquietud curiosa, aunque  al mismo tiempo medía sus movimiento, calculaba bien donde poner su manita y la quitaba presto antes de que sucediera algo desagradable para el tacto. Mantuvo esa fascinación año tras año, como si desde la segunda semana  de enero y hasta fines de noviembre fuera lo más delicioso y lo más anhelado. Cuando veía surgir las cajas se sentaba a observar cada movimiento, permanecía en silencio viendo cómo la casa iba vistiéndose de colores y sólo al caer el día, indefectiblemente, resolvía que yo no tenía buen gusto y que ella debía arreglar las cosas de una manera más estética. Concluida su labor de decoradora se sentaba a contemplarla hasta que se quedaba dormida. La cargaba y recostaba la cabeza  sobre mi brazo, procurando siempre sentir los latidos en mi pecho. Se iniciaba así su acompasado ronroneo y la verdad parecía que tuviera adentro un motor poderoso que dominaba el ambiente. El amanecer llegaba con ella sobre mi hombro y luego venía el beso de buenos días.
En una tarde de ese primer diciembre juntas; después de un tiempo sin verla cerca de mí, me incorporé de la cama ayudada con un caminador y esperé encontrarla sentada en un sillón disfrutando de las luces navideñas. No estaba. La llamé y no acudía. Era muy difícil para mi movilizarme, mantener el equilibrio y al mismo tiempo intentaba encontrarla, mientras temía que la empleada, al irse para su casa, no la hubiera visto salir y estuviera afuera deambulando por el sexto piso donde quedaba mi apartamento. Como pude, abrí la puerta y nada, volví desolada, la llamaba y la llamaba y nada. Silencio…luego angustia, incertidumbre. Había comenzado a buscarla a las 4 p.m. y para ese entonces eran las 7. Ni rastro de Catalina…
(Continuará...)

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